Es curioso observar que el hombre, con su empeño en dominar la naturaleza, va perdiendo su capacidad de adaptación y se vuelve más vulnerable.
Las culturas acunadas por el calor han aprendido a apreciar el rumor del agua corriendo, el valor de la quietud y el paso lento a los que el calor obliga. Está también la lectura de un buen libro a la sombra de un árbol, el placer de un granizado de limón hecho en casa, o la siesta amenizada por el concierto estridente de las cigarras. O una rodaja de sandía fresquita a media tarde. O un chapuzón refrescante en el mar cuando cae el sol...
En verano deberíamos ser capaces de aceptar sin reservas ese calor en la piel que invita al disfrute sensual, de vivir sin prisas...
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