martes, 10 de abril de 2007

MI CASA HABLA POR MÍ



Al entrar por primera vez en una vivienda siempre recibo un conjunto de impresiones que, de forma consciente o inconsciente, me provocan sensaciones muy fuertes y hacen que me sienta cómoda o incómoda en su interior. Si me hicieran explicar por qué, probablemente no sabría dar una respuesta concreta. Tal vez la disposición del espacio o la luz, el tipo de mobiliario, los objetos decorativos... incluso el “aire” que se respira en su interior. Todo ello forma parte de una atmósfera que refleja la personalidad de sus habitantes y, por tanto, su forma de vida. Eso explicaría por qué generalmente me siento bien en la casa de las personas con las que comparto amistad y/o intereses y no tanto en las de aquellos con quienes tengo poco en común.
¿Te has parado alguna vez a pensar por qué en tu casa predominan lo tonos fríos sobre los cálidos, o al contrario? ¿Por qué tu casa tiende siempre al orden o al desorden? ¿Guardas en el armario todavía ropa que no te pones desde hace años? ¿Con qué frecuencia vacías la nevera y limpias su interior? Creo que, con un poco de sentido crítico, gracias a nuestra casa, podríamos conocernos mejor a nosotros mismos.
Según el feng-shui, la milenaria ciencia china para armonizar espacios, la casa y los objetos que la integran están dotados de una energía vital propia que interacciona con la de sus habitantes a través de sus reacciones, experiencias y recuerdos. Esta energía circula por la casa sin obstáculos si existe armonía, pero cuando se produce un desequilibrio, debido la mayor parte de las veces a la acumulación de objetos inútiles, suciedad y desorden, se estanca, y este atasco se trasluce en la vida de sus dueños.
Nosotros, en casa, intentamos establecer prioridades, para aproximarnos cada vez más a lo esencial. Regularmente llenamos bolsas con todo aquello que ya no necesitamos y le damos otro fin: o bien lo regalamos a quien sí lo necesita, o lo llevamos al contenedor, o lo “reciclamos” dándole otro uso en otra casa.
Está claro que desprendernos de los secundario para vivir con lo imprescindible no es sencillo. Hay quienes guardan las cosas “por si acaso” (¿será debido a una falta de seguridad y de confianza en su capacidad para obtener lo que necesiten en el futuro?). Otros (me incluyo en este grupo) dicen que no “pueden” desprenderse de ciertas cosas porque sienten que su propia identidad va ligada a ellos: el billete de avión de mi primer viaje a Alemania, la tarjeta con el menú de nuestra boda, un dibujo de cuando Elías tenía tres años, el último chupete de Marina...
Otros lo hacen porque piensan que siempre es mejor tener “de más que de menos” (muy propio de la sociedad consumista en la que vivimos).
Yo, cuando me deshago de lo que no necesito, siento una placentera sensación de alivio, de descarga, de limpieza tan profunda que es como una inyección de alegría y optimismo.
Pero hay muchos objetos, como algunos regalos, fotografías, recuerdos personales, que considero que sí necesito. Son cosas que tienen un valor especial para mí. Por eso, pienso que el criterio que debemos seguir a la hora de “poner orden” en nuestra casa es el de la relación que nos une a cada objeto, para ver si sintoniza con nuestras ideas y necesidades actuales. Si algún día la pulsera que pusieron a Marina en el hospital cuando nació deja de tener significado para mí (lo dudo), no dudaré en deshacerme de ella.
Para mí, el hogar no es un ente inanimado, sino parte de nuestra propia identidad. Y por esa razón debe evolucionar y avanzar con nosotros. Así, pretendo que la nuestra sea una casa VIVA. Tan viva como los que vivimos en ella.

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